Llanto y risa
Hace unas semanas, me ocurrió algo bastante bochornoso. Fuimos a Misa de ocho, como cada día, y yo iba muy distraída, porque desde principios de septiembre me estaba doliendo mucho la rabadilla; amenazaba la temida escara. Dejé pasar la homilía para no distraer a Alejandro, pero al iniciar las preces, escribí en mi comunicador "me duele la rabadilla", con la intención de que lo leyera Alejandro y corrigiera mi postura. Siempre llevo el volumen quitado en misa, por tantas veces que sin querer le doy al botón de hablar, y esta fue una de esas ocasiones; pulsé el botón de hablar. Como había entrado en la capilla totalmente distraída, llevaba el volumen al cien por cien, o sea "a grito pelao". No contenta con una vez, por los nervios de lo que acababa de ocurrir, volví a pulsar el botón de hablar. Se hizo un silencio sepulcral, se silenciaron hasta las toses, y el sacerdote me miró como diciendo si ya había terminado, para poder continuar él. Yo quería morirme, pero me dio una risa nerviosa, por un buen rato, hasta que di paso a un llanto, silencioso gracias a Dios y a la tráqueo. ¡Qué mal trago!
A partir de ese punto alterné entre risa y llanto hasta que llegué a casa. Además, la palabra rabadilla me empezó a sonar muy mal, muy basta. Cuanto más tiempo pasaba peor me sonaba, así que acabé por rebautizarla con coxis, que suena mejor, y parece más técnico. La escara apareció y se quedó. Es muy dolorosa y nada fácil de curar, así que tengo grabada la frase "Me duele el coxis" para decirla muchas veces, espero que con discreción y más acierto.
Llanto y risa son las únicas emociones que puedo expresar con mi rostro alelado. Curiosamente aun habiendo perdido los mofletes. Por ello, aunque aún puedo sonreír y llorar, se han transformado en algo muy diferente a lo que fueron. Y estoy segura de que se acabarán borrando del todo; es cuestión de tiempo -si no me voy antes, claro-.
Tantas cosas he perdido ya, que perder la sonrisa y el llanto casi me parece una obligación. Pienso que cuando llegue ese momento, las personas que hoy se nos acercan y preguntan si me entero de algo, pensarán que Alejandro me saca a pasear para que me dé el aire y el sol, por aquello de la vitamina D. Si ellas supieran que cuanto peor estoy, más me entero de lo que pasa a mi alrededor. Sin nada de lo que ocuparme, más ojos y oídos tengo para ellas. n En fin, tengo muy asumido y aceptado que lo perderé todo. Lo vivo sin dramas.
Quizá esto es así porque la enfermedad no marca el paso de mi vida. Es como un macuto grande y pesado que debo cargar, pero camino por la vida con un motor que poco le afectan las piedras del camino. Unas piedras muy puñeteras son las dos horas que invertimos cada mañana para poder salir de la habitación, a las que hay añadir el tiempo de lo que necesita Alejandro para sus cosas y para preparar mi desayuno y medicinas, que me enchufa por la sonda gástrica mientras yo estoy aún dormida; y la hora y media que necesitamos para salir a misa de ocho. Son una gran carga que alguna vez me he planteado abandonar, pero no he caído en la tentación, por el momento, gracias a que el motor es muy potente.
Ese motor es lo que me preocupa perder y lo he identificado siempre con la Eucaristía. Nunca quisiera perderla, pero probablemente la perderé en cuanto deje de poder hacer el gesto de tragar.
Tengo que estar equivocada y debo ahondar en esto, porque no puede ser que por estar enferma y obligatoriamente tener que dejar de comulgar, no vaya a recibir la gracia necesaria para vivir con esta mochila. El motor, entonces, debe de ser la Gracia que se derrama en todos los Sacramentos. O quizá la Gracia es sólo el combustible, y el motor soy yo misma. Rezaré más sobre esto.
No debo preocuparme tanto por perder la Eucaristía, todavía me quedará la Confesión y la Unción de enfermos, aunque no puedan recibirse a diario; y, por qué no decirlo, cada acto de entrega en mi matrimonio también atrae la García del Sacramento; éste sí se puede recibir a diario. De lo único que debo ocuparme es de no alejarme de Dios, y no es difícil porque cuando se ha conocido el Amor de Dios, nada puede separarnos.
b San Pablo lo decía hace unos días en su carta a los Romanos:
¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada?, como dice la Escritura: «Por tu causa nos degüellan cada día, nos tratan como a ovejas de matanza».
Pero en todo esto vencemos fácilmente por aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro. (Rom 8, 35-39)
Yo he conocido ese Amor, a través de Jesús, el Amor amando desde la Cruz, y nadie me podrá separar de Él.
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